Si alguien hubiera dicho, en 1977, que en 2020, nada menos 43 años después, seguiría en activo, enviando datos, y lo que es aún más impresionante, realizando nuevos descubrimientos, es más que probable que hubiera visto tal propuesta recibida con hilaridad, o en el menor de los casos con una sonrisa divertida. Y no es para menos, ya que inicialmente solo se estaba más o menos seguro de alcanzar Saturno. algo que ocurrió solo 4 años antes, en 1981. A partir de este punto fue siempre tiempo extra, un regalo para los científicos, que les llevo hasta Urano, Neptuno, y más allá de los límites mismos de la influencia directa del Sol.
Así hemos llegamos al año 2020, lleno de noticias complicadas. Pero no para la Voyager 2, que al igual que se hermana, sigue siendo enviando ciencia, no al mismo ritmo que antes, ya que poco a poco su corazón radiactivo se va apagando, pero aún suficiente para mantener en activo algunos de sus instrumentos y enviando datos de valor incalculable, ya que son los primeros jamás tomados desde fuera de la heliosfera, en pleno espacio interestelar. Eso se llama culminar la fiesta con el mayor de los regalos posible.
Y con nuevos descubrimientos, como el que nos llega ahora, un aumento en la densidad de electrones en el espacio que lo rodea, y que fue detectado a partir de los datos del instrumento PWS (Plasma Wave Sience). Un hallazgo que es además apoyado por la Voyager 1, que encontró algo parecido una vez alcanzado en el espacio interestelar, y que al moverse en una trayectoria muy diferente, permite tener una visión amplia del fenómeno así como asegurarnos que no es algo local o un error de interpretación.
Existen diversos modelos para explicar algo así, pero potencialmente podríamos tener la respuesta los próximos años, a medida que ambas Voyager se continúen alejando en su viaje sin retorno hacia las estrellas y sus corazones, aunque cada vez más débiles, sigan latiendo. Y eso es lo más asombroso de todo.
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