La historia de la carrera espacial está llena de hechos curiosos y que, en su mayor parte, resultan desconocidos para el gran público. Incluso cuando, como es este caso, implica objetos tan grandes como un acorazado y momentos aparentemente tan desligados de ella como es la primera guerra mundial. Y es que la tecnología que nos lleva hacia las estrellas no deja de ser, en buena parte, el resultado de reunir y llevar un paso más allá una herencia cuyas raíces se adentran en el pasado mucho más de lo que podamos imaginar.
Hagamos un poco de historia: En Noviembre de 1918, Alemania, militarmente acorralada en el exterior, ahogada económicamente y al borde de la revolución interna, finalmente se rinde a las potencias aliadas y se firma el armisticio. La Flota imperial germana, que tantos problemas había causado a la británica y que llegó a disputarle la hegemonía de los océanos, queda bajo control de Gran Bretaña y es confinada en el fondeadero de la Royal Navy en Scapa Flow, al norte de Escocia, a la espera de decidir su destino.
Y este se decide rápido y de forma inesperada, ya que el almirante alemán, pensando que los británicos habían decidido finalmente apropiarse de su flota (no dejaban de ser buques de guerra magníficamente construidos, que podían ser perfectamente integrados en la Royal Navy), envía una señal codificada, acordada de antemano, y los alemanes hunden todos los barcos. Un último gesto de resistencia valiente pero en parte inútil, ya que Scape Flow es muy poco profundo y algunos de ellos, a lo largo de los años, terminan siendo reflotados y puestos en servicio. Otros, pero, resultan irrecuperables y con el tiempo deberán ser eliminados, ya que no tienen ningún valor ni se puede recuperar nada de ellos que merezca el esfuerzo. Hasta 1945.
El final de la Segunda Guerra Mundial y la aparición del armamento nuclear cambia por completo la situación y convierte los barcos que permanecen sumergidos en Scape Flow en algo valioso...o más exactamente el acero con el que están construidos.
Y es que necesita mucho aire para fabricarlo, un aire que desde 1945, con la primera detonación atómica y las que siguieron, esta ligeramente contaminado de radiación...un total extremadamente pequeño, algo por encima del que sería su nivel natural, pero suficiente para afectar al acero que se fabrica desde entonces. No lo suficiente para tener un efecto real en su calidad ni para afectarnos (motivo por el cual se sigue fabricando), pero que lo hace inutil cuando se trata de construir instrumentos extremadamente sensibles, como es el caso de los monitores de radiación empleados en algunas naves espaciales.
De golpe los tres buques de guerra y cuatro cruceros ligero que aún permanecían en las aguas de Scapa Flow, construidos antes de anterior a 1945 adquirieron un valor inesperado, y su acero, con el tiempo, tomó un lugar en la carrera espacial...sondas como la Galileo y las Pioneer llevaron hacia otros mundos fragmentos de lo que un día fue la poderosa flota del Káiser, y los Apolo dejaron en la superficie lunar instrumentos construidos con dicho acero. Poco podían imaginar las tripulaciones alemanas, cuando miraban La Luna brillar sobre las aguas del Atlántico en las oscuras noches oceánicas de la guerra, que un día sus barcos, aunque solo fueran en parte, encontrarían en ella su lugar de descanso definitivo.
Una historia curiosa, ¿verdad?
Algunos sería reflotados con el tiempo, otros permanecen hoy día como una valiosa fuente de acero limpio.
Las numerosas pruebas nucleares al aire libre realizadas desde 1945 hasta hace relativamente poco tiempo han dejado su huella en el ambiente que nos rodea.
Los barcos alemanes que llegaron a la Luna
Un artículo realmente interesante. La historia que cuentas es verdaderamente evocadora, y refleja muy bien la dualidad en el uso del nuestro conocimiento. Gracias por compartirlo!
ResponderEliminarUn artículo realmente interesante. La historia que cuentas es verdaderamente evocadora, y refleja muy bien la dualidad en el uso de nuestro conocimiento. Gracias por compartirlo!
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